Aspiró profundamente el aire límpido, fresco, vigorizante... y comenzó a caminar por la estrecha senda que serpenteaba junto al río Eume. El rumor de las aguas y el susurro de la brisa enroscándose en los brotes tiernos de los árboles sonaba como el primer movimiento de una sinfonía en la que el ritmo y la melodía se acompasaban de una manera armónica con el silencio atronador que se disfrutaba en la fraga.
No era la primera vez que caminaba entre los robles, castaños, helechos, fresnos,
avellanos, abedules y acebos que componen parte de la rica diversidad de un bosque
atlántico, pero es que en Las Fragas do Eume se daba la mágica conjunción de la
naturaleza desbordante de un bosque autóctono junto con el fascinante hechizo
de las piedras, que hace más de diez siglos, dieron cobijo y amparo a los
monjes eremitas del Monasterio de San Xoan de Caaveiro, un lugar mágico escondido
en pleno corazón del parque natural.
A lo largo de la senda de los Encomendeiros, integrados en la naturaleza
como si de un elemento más de ella se tratara, Norte fue encontrando los restos
de un universo que antaño hizo un poco más amable la existencia de los
peregrinos que se acercaban al cenobio. Viejas piedras que, como el lienzo de
una hermosa pintura, mostraban orgullosas las pinceladas de antiguos relatos que
siguen alimentando todavía hoy las leyendas populares y que se mantienen en pie
a pesar del abandono y del paso de los siglos.
Y, por fin, oculto por el
espeso follaje de los árboles, el puente sobre el río anunció que el monasterio
se hallaba muy cerca. Tras un repecho final, sobre un hermoso promontorio
rocoso, abrazado por los ríos Eume y Sesín, el complejo monástico de San Xoan
de Caaveiro asomaba suspendido como espectro sobre el bosque que lo amparaba.
Fue entonces cuando Norte recordó la hermosa leyenda en la que San Rosendo,
el fundador del monasterio ocurrida allá por el año 934, cuando se levantó
contrariado por el mal tiempo que reinaba siempre en aquel lugar. Tras
reflexionar unos instantes, se dio cuenta de su pecado, al fin y al cabo ¿quién
era él para dudar de la voluntad divina?, así que en un acto de penitencia y
arrepentimiento, decidió tirar el río Eume su anillo episcopal.
Siete años más tarde, mientras el cocinero del monasterio preparaba un
salmón capturado en el río, para almuerzo de los monjes, se encontró con el
anillo en las vísceras del animal. Ni que decir tiene que el hallazgo fue
interpretado como la redención del pecado del santo.
Norte, observó el hermoso cielo azul que en aquel momento lucía sobre la
comarca y, levantando su ceja izquierda, pensó que quizás San Rosendo había
intercedido para que el buen tiempo lo acompañase aquel día.
Muito obrigada, Toño! Obrigada por me presentear com suas belíssimas imagens e descrição impecável dos lugares que visita. Adorei!
ResponderEliminarBjs!