Aparcó el coche y se dispuso a subir a pie a la pequeña localidad que lo esperaba, encaramada en aquella roca desde hacía siglos. La enorme nevada que había caído la noche anterior sobre la región no le había impedido llegar hasta allí, pero había dejado una gruesa capa de nieve que le proporcionaba al paisaje ese toque irreal, de apariencia engañosa que, a Norte, le recordaba a la navidad.
Comenzó a caminar por una estrecha
senda abierta en la nieve fresca, que discurría paralela a la carretera y que
llevaba, en una espiral ascendente, al mismo corazón de la ciudad. A su
izquierda, enormes contrafuertes ceñían las murallas que envolvían, como un
cucurucho, a un puñado de casas desordenadas construidas con piedra arenisca de
color rojizo. En todas aquellas superficies donde la nieve había logrado
mantenerse en un precario equilibrio, luchando contra la gravedad, numerosos manchones
blancos completaban la bella y fría estampa invernal de Urbino.
De pronto, una empinada calle de
ladrillos rojos, lo invitó a ahorrarse parte de la caminata. Por su
orientación, se dirigía hacia el corazón de la ciudad y no dudó en tomar el
atajo. Con precaución comenzó a ascender, procurando asentar firmemente sus
pies a cada paso que daba para evitar un resbalón en alguna de las placas de
hielo que comenzaban a formarse con el frío de la mañana. De su boca, el aire
calentado en sus pulmones era exhalado en forma de pequeñas nubes de vapor que
aumentaban su frecuencia a medida que ascendía.
Finalmente, tras culminar la
precaria ascensión y deambular por estrechas callejuelas flanqueadas por bellos
patios renacentistas y antiguas casas centenarias, llegó a una explanada. Enfrente, el Duomo y un poco más allá,
a su izquierda, el enorme Palazo Ducal.
No cabía la menor duda que Federico de Montefeltro había logrado
dar a su Ducado un enorme prestigio como centro de cultura humanista y
desarrollo de las nuevas artes. Por Urbino
pasaron pintores de la talla de Piero della Francesca y Pedro Berruguete o arquitectos como Luciano Laurana y Francesco del Giorgio, creando en la corte
de Urbino un clima artístico y cultural único.
Además Urbino contaba entre sus
hijos a Raffaello Sanzio y, por si eso no fuese suficiente, había comenzado a tomar cuerpo la teoría que
situaba el paisaje de fondo del célebre cuadro de Leonardo da Vinci, La Gioconda,
en la región montañosa de Montefeltro. Si eso fuese cierto, quizás se
resolvería uno de los más grandes enigmas artísticos de todos los tiempos y la ciudad
añadiría un atractivo más para los turistas deseosos de agregar una anécdota con la que sorprender a sus amigos o subir a su Facebook.
Allí se habían parido pinturas
tan archiconocidas como los retratos de Federico de Montefeltro y Battista Sforza,
La Flagelación…, pintados por Piero della Francesca o el retrato de Federico de
Montefeltro y su hijo Guidobaldo, realizado por Pedro Berruguete.
Pero en realidad Norte se había
trasladado hasta allí por otros motivos, aunque no se pudo resistir al encanto
de la ciudad. Decidió seguir su paseo a pesar del intenso frío que le obligaba
a mantenerse muy abrigado. Se deleitó con la visión de un patio cubierto por
una fina capa de nieve, antesala de unas extraordinarias escaleras de acceso al
Palacio Ducal, impregnado todo ello en los ideales de un nuevo clasicismo
arquitectónico.
La ausencia de turistas, y casi
de lugareños, le permitió disfrutar de una ciudad fascinante que lo sedujo
desde el primer momento. Ahora estaba convencido de que no se habían equivocado
y que Francesca y él disfrutarían en el próximo Festival di Urbino Musica Antica. Porque ese era el motivo de su visita a la ciudad y porque en su último
encuentro en Italia se habían prometido disfrutar de la magia de la música de
medievo... deleitarse en el cortile del Palazo Ducal de la armonía de la ciudad ideal del Renacimiento italiano y de la música barroca.
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