Caminaron a duras penas, hundiendo sus botas en la nieve. Una luz lechosa, que les obligó de inmediato a
ponerse sus gafas de sol, se mezclaba con la niebla impidiéndoles ver más allá
de un palmo de su nariz. Su decepción iba en aumento. Habían subido hasta allí,
a más de 3.500 m de altura, con la esperanza de ver uno de los lugares más
bellos del mundo y parecía que la sospecha que ella tuvo en el tren sobre las condiciones climáticas en la cumbre, tristemente se
cumplirían.
De pronto, como si la madre naturaleza quisiera concederles
un inmenso favor, la espesa niebla comenzó a disiparse, arrastrada por el viento. En apenas unos minutos la imagen sobrecogedora de un inmenso río de hielo rodeado de montañas se fue materializando. Fue entonces cuando Francesca y Norte quedaron fascinados con el paisaje
que se abría ante ellos en pleno corazón helado de los Alpes. A sus pies el glaciar Aletsch.
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