Nada más partir, Norte se arrepintió
de haber aceptado la propuesta de Francesca. La fuerza que destilaba la simple
visión del Matterhorn al fondo, contrastaba con la concurrida y decepcionante
calle central de Zermatt. Un sinfín de coches eléctricos que se acercaban
sigilosamente, hacía un poco temerario deambular por allí mientras observaba
ensimismado la dimensión abrumadora del paisaje alpino que rodeaba aquel pueblo
del Catón de Valais. En realidad la afirmación que figuraba en numerosas guías
sobre lo placentero que resultaba pasear
por sus calles le pareció bastante exagerada.
Para Norte, todo el glamour de la
famosa estación de esquí se había volatilizado en un instante y Zermatt, una de
las joyas suizas a los pies de la famosísima montaña que él prefería llamarle por
su nombre italiano: Monte Cervino, quizás no lo fuese tanto. Y eso a pesar de los
balcones atiborrados de flores, su edificaciones típicamente alpinas y su
política medioambiental exquisita.
- ¡Vamos! ¿Te has dado cuenta que
hora es? -le apremió una animada Francesca que caminaba unos metros más
adelante.
Norte la observó divertido. Había
intentado por todos los medios retrasar lo inevitable. Por primera vez en su
vida se había hecho el dormido, remoloneado en la cama, alargado el desayuno lo
indecible,… pero todo había resultado inútil. Francesca estaba firmemente
decidida a realizar la senda y no hubo manera de disuadirla.
Caminaba a buen paso, radiante y
magníficamente equipada para una buena caminata alpina, hacia la Estación
Cremallera de Sunnega Paradisse y
allí tomar el tren subterráneo que los dejaría, según la pormenorizada
información que figuraba en el folleto turístico, a 2.288 metros.
Todo lo que les rodeaba,
transmitía ese ambiente relajado y casi festivo de los lugares de descanso
vacacional, quizás en este caso aderezado con una agradable sensación de
despreocupación por el futuro y por esa discreta y comedida opulencia que solo se
manifestaba en el precio de las cosas o en el carísimo equipamiento de los
senderistas.
A pesar de la hora, en parejas,
en grupos o individualmente, un buen número de personas aguardaba la llegada
del tren que los llevaría un poco más cerca del cielo. Rostros relajados y
bronceados, cortesía a raudales y murmullo de conversaciones cruzadas, en no
menos de media docena de idiomas diferentes.
Nada más descender del tren y
salir de la estación, la opinión de Norte cambió radicalmente. Desde allí
arriba la belleza de los Alpes centrales suizos era simplemente sobrecogedora.
De pronto, todo el discreto y comedido glamour que llegó a resultarle un poco
asfixiante y opresivo, se esfumó. En unos instantes la gente desapareció
tomando rutas diferentes y el paisaje alpino ganó todo el protagonismo.
Pero lo más importante estaba por
venir. A sus espaldas, una enorme montaña, aislada de todas las demás,
destacaba por encima de todas ellas. Con su geométrica belleza piramidal, el
Monte Cervino se hacía omnipresente con sus casi 4.500 metros de altitud.
Sobrecogidos por la dimensión del paisaje que se extendía frente a ellos, no pudieron más que sentarse a media ladera para disfrutar durante unos instantes de aquella espectacular panorámica, antes de comenzar su caminata.
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