Descalzo en la orilla, Norte vio
como la embarcación a motor que lo había dejado en la isla Insua, se alejaba desdibujándose
poco a poco en la niebla húmeda y fría que entraba desde el mar.
Comprobó si su mochila continuaba
seca después del aventurado desembarco. A pesar de la aparente calma que
presentaba el mar, lo cierto era que las olas rompían con fuerza en la playa,
único lugar relativamente seguro de desembarque, comprometiendo la estabilidad
de la embarcación. Así que, Norte tuvo que saltar a tierra bastante lejos de la
orilla y el resultado no fue otro que un buen remojón, casi hasta la cintura,
que lo dejó tiritando de frío.
Sobre el arenal, desvaneciéndose entre la bruma, la vieja Fortalezada Insua daba testimonio de la contumaz testarudez de los hombres. Su obstinación
en construir sobre unas rocas que apenas emergían un palmo sobre la superficie del mar, justo en la
desembocadura del río Miño, era una buena prueba de ello. Se imaginó como sería la vida en el siglo
XVII, en aquel mendrugo de arena y piedra de apenas 300 m de longitud.
En realidad la fortaleza albergaba
en su interior los restos del convento franciscano de Santa María de Insua,
construido en 1.471, y ese era precisamente parte del objeto de su visita a
aquel desolador peñasco.
Comenzó a caminar hacía el fuerte
a través de la larga lengua de arena, repleta de algas de arribazón y restos de
ramas blanqueadas por el sol y la salitre, arrastradas hasta allí por las
mareas.
Nada más superar un bastión triangular
que protegía el acceso, justo en el límite de la arena y la zona donde
comenzaban a aparecer los primeros rastros de vegetación, se encontró con un
espectacular lienzo de la muralla cuajado de líquenes de color naranja que dulcificaba
en parte la sobria arquitectura militar. En el centro la escueta puerta de entrada coronada
por tres escudos y a un lado la inscripción alusiva a su construcción:
"A Piedade do muito
Alto e Poderoso monarca el rei D. João IV /
ministrada pela intervenção
e assistência de D. Diogo de Lima /
Nogueira General e
Visconde de Vila Nova da Cerveira Governador das /
armas e exército da
Província de Entre Douro e Minho dedicaram /
esta fortificação à
sereníssima Rainha dos Anjos Nossa Senhora /
da Ínsua para asilo e
defesa das religiosas da Primeira Regra /
Seráfica que assistem
nos contínuos júbilos desta Senhora debaixo /
de cujo patrocínio se
assegura a defesa desta corte. Fez-se a /
obra na era de
1650"
El portalón de acceso, entornado, como si se tratase de una sutil invitación a entrar, lo esperaba.
Caminó con cautela sorteando los
numerosos cascotes y vegetación que crecía libremente por todas partes, hasta encontrarse
con un pequeño patio de armas. Los techos caídos y escombros esparcidos por todas partes, le
daban aspecto desolador pero también, si cabe, transmitían un estado de abandono que hacía mucho más ensoñador y sugestivo el
lugar.
Una amplia escalera le condujo
directamente a las murallas, justo a uno de los baluartes que protegían la
entrada.
Recordó entonces la causa que lo
había llevado hasta allí. Se acercó al viejo cañón, que apuntaba amenazante hacia
ninguna parte, y buscó su agenda en la mochila. En las últimas páginas, con una
caligrafía impecable, figuraban las innumerables anotaciones que Norte había
tomado en las últimas semanas.
Levantó la vista y se dio cuenta
de su intuición y tesón para visitar aquella pequeña isla, a pesar de las
dificultades que entrañaba. Desde allí arriba, por encima de la opresión de los
altos muros y el abandono del interior del fuerte, la vista era magnífica. A
pesar de la espesa niebla, Norte se imaginó el monte de Santa Tecla a su
izquierda, la playa de Moledo, cobijada tras
la el pinar de Camarido, a su derecha y, al Oeste, el Océano Atlántico, batiendo
con todo su fuerza.
Se sabía de memoria el contenido
de aquellas notas, no en vano llevaba varias semanas buscando en internet las
innumerables historias que sobre un lugar como aquel había. A pesar de
todo, le gustaba repasarlas en un ejercicio sistemático de su propia metodología
de trabajo y búsqueda de la información.
De todas las leyendas que
encontró referidas al lugar, las de los supuestos milagros vinculados al
convento eran las más atractivas y sugerentes. Era sin duda esta riqueza
histórica, la que captó desde un primer momento la curiosidad de Norte.
Desde la perspectiva que le daba
la altura de las murallas, buscó entre la maraña de muros y tejados hundidos
que había en el interior del fuerte, y enseguida reconoció un pequeño
campanario sobre uno de los tejados que precariamente se mantenía en pie.
De inmediato se dirigió hacia allí
y, tras dos intentos fallidos para dar con la iglesia en un laberinto de muros
semiderruidos, se topó con los restos de un diminuto y tosco claustro en torno al cual se distribuían las estancias del convento. Una vez allí
todo resultó más sencillo y, tras cruzar una puerta, se encontró en el interior
de la capilla.
Si el contexto general era
desolador, el diminuto templo no era una excepción. Todo lo que era posible
llevarse y tenía algo de valor, había sido expoliado, en un acto de latrocinio
propio de otros tiempos. No había rastro alguno de las tallas barrocas o de los
azulejos del siglo XVII que en un tiempo pasado habían decorado sus paredes. Tampoco quedaban restos de los altares e incluso la campana faltaba de su
hornacina.
Norte deambuló entre aquellas
ruinas apesadumbrado por el saqueo que había sufrido el lugar. Recordaba que,
vinculados a aquellos muros, existían un gran número de leyendas que hablaban de
milagros. El nacimiento de agua dulce entre aquellas piedras en el medio del
mar, la ausencia de animales peligrosos en la isla, la forma en que muchas
veces los frailes franciscanos se salvaron del ataque de los piratas, …
Salía, dispuesto a marcharse,
cuando en el rostro de Norte se dibujó una sonrisa. De inmediato, tras fijarse
en una lápida del suelo de la capilla, recordó una leyenda que hablaba de un
milagro. Se trataba de Francisco Gonçalves, pescador y barquero de la isla,
quien había hecho la promesa a Nuestra Señora de entregar una lamprea por cada
docena que pescase, como dádiva a los frailes. Ocurrió que después de pescar
las doce lampreas no entregó la siguiente que había capturado. Finalmente, por
incumplir la promesa, Francisco no pescó nada durante los trece días
siguientes mientras sus compañeros se hacían con grandes capturas.
En el suelo, justo a sus pies,
una lápida que rezaba la siguiente inscripción: “¿¿¿¿alves barqueiro que foi
desta casa - 1559” (¿¿¿¿alves barquero que fue de esta casa – 1559) y Norte
sonrió al pensar que quizás Francisco, el avaricioso pescador, hubiese sido
perdonado y se alegró de que los saqueadores no hubiesen reparado en aquella humilde lápida.
Norte debe volver un dia despejado.
ResponderEliminar¿Y perder toda la magia de la bruma...?
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