Ya no recordaba con claridad ni
sus orígenes. En su mente se amontonaban recuerdos de lugares y personas que
conformaban un tótum revolútum en el
que, con demasiada frecuencia, se mezclaban evocaciones de tiempos pasados con
retazos de ficciones imaginadas que había leído, escuchado o inventado,
tomándolas prestadas para tejer historias en lo que lo real y lo ilusorio se
entrelazaban dando como resultado un mundo paralelo en el que Norte se
encontraba cada vez más a gusto.
A pesar de que por sus venas
corría sangre portuguesa, los primeros años de su vida estuvieron marcados por
la pertinaz y obstinada obsesión de sus progenitores en búsqueda del triunfo y
el éxito. Fueron tiempos de mudanzas continuas, de estancias en nuevos pueblos
y ciudades que duraban el tiempo justo para darse cuenta que el fracaso era el
premio que obtendrían. Períodos en los que apenas tenía tiempo para hacer
amigos y en los que nunca superaba la calificación de “el nuevo” en las pocas
pandillas de chicos de las que había logrado formar parte.
Desde entonces se había convertido
en un ser errante, un trashumante que no se mueve al ritmo de las estaciones,
sino al de las emociones. Viajar se había convertido en una de las razones por
las que esta vida merecía la pena; pero no por el hecho conocer otros lugares,
ni siquiera encontrarse con otras culturas ni personas. Para Norte viajar era una
obsesión, un juego de seducción que lo había atrapado y del que no podía
escapar.
Para él no existía un lugar que
se pudiera tildar de favorito. Para Norte, cualquier zona del mundo tenía el
suficiente interés para viajar hasta allí. Por minúscula o irrelevante que
fuese, siempre le encontraba su lado positivo y nunca se había sentido
defraudado. A los aspectos artísticos, históricos, paisajísticos o culturales,
se unían en la mayoría de las ocasiones la gente del lugar con su vida y sus
historias únicas.
Aun así existía un lugar que a
Norte le cautivó. Desde el primer momento cayó rendido a sus pies; fascinado
por las obras de arte que atesoraba aquella ciudad, hechizado por los
interminables paseos por sus calles y bulevares, seducido por sus puentes y gozado
de las innumerables terrazas de sus cafés. Aunque París era mucho más, Norte
jamás olvidaría la primera vez que se dio de bruces con ella.
Si le pidieran que enumerara los
lugares de París que más le gustaban, Norte no podría inhibirse a citar una
mera relación de tópicos, su lista no sería muy diferente a la de un simple
turista que la visitara en un viaje organizado.
Por eso, cada vez que la visitaba,
su reto consistía en disfrutar de una ciudad donde cada rincón se ha convertido
en un tópico, tratando de ver más allá de las hordas de turistas que todo lo
invaden. Porque París es también la ciudad del amor, de la luz, del cancán, de los
poetas, pensadores y pintores… y una vez que te atrapa, no te queda más que amarla
sobre todas las cosas.
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