Vivir en un territorio donde un día llueve y otro también, en una zona donde
una enorme y sempiterna nube cubre el
cielo, en una tierra en la que los días soleados y
secos son tan excepcionales que se celebran como si en décadas no volviesen a
repetirse… para alguien que vive en un lugar así, encontrarse con un cielo azul, nítido, intenso y
diáfano nada más abrir la ventana de la habitación del hotel donde se hospedaba no dejaba de ser un motivo de alegría. Y una sonrisa se dibujó en su rostro.
Se alojaba en la quinta planta de
un hotel de la calle Gran Vía. Desde aquella posición privilegiada, Norte
comprobó que a las siete y media de la mañana un gran número de personas
caminaban apresuradas por la gran arteria madrileña a pesar de la baja
temperatura que, a juzgar por su indumentaria con la que cubrían cada
centímetro cuadrado de su piel y los chorros de vapor que salían de sus bocas,
reinaba en el exterior. El tráfico comenzaba a aumentar su frecuencia y la
perpetua melodía, interpretada a golpe de claxon por cada uno de los
automóviles que circulaba por aquella avenida, reiniciaba su concierto diario.
En el edificio de enfrente, una oficina
con una enorme estancia llena de despachos, comenzaba su frenética actividad y,
una planta más abajo, una señora daba los últimos toques a una de las aulas de
la academia que ocupaba casi todo el entresuelo. Haciendo esquina, un templete
con sus columnas de estilo clásico que coronaba el edificio recibía los
primeros rayos de sol de la mañana, en una especie de ofrenda diaria al moderno
y reciente Dios del dinero y de la especulación, en honor al cual había sido
erigido.
Desafiando las bajas
temperaturas, Norte abrió la gruesa ventana que lo aislaba como una burbuja del
exterior y una bofetada de aire frío y seco lo hizo retroceder unos instantes.
Finalmente se asomó para comprobar que la enorme avenida comenzaba a latir con
pulso propio tras el leve descenso de actividad que se había producido durante la
madrugada, después de que los teatros
despidieran a los espectadores rezagados de su última función y cerrasen sus
puertas.
El sol del amanecer incidía sobre
los tejados de los inmuebles de la calle y resaltaba los numerosos remates de
las edificaciones que flanqueaban la calle, como si de piedras preciosas de una
corona se tratase. Norte comprobó que las cúpulas, estatuas, torreones y
pequeños templetes rivalizaban en originalidad y ostentación en una suerte de exhibición,
que había comenzado hacía ya más de un siglo con la urbanización de la Gran
Vía, y que los ocupados y presurosos viandantes parecían ignorar.
Cuando salió a la calle, el
viento frío y seco proveniente de las cumbres nevadas de Navacerrada le recordó
que estaba en el mes de enero, así que se ajustó bien el grueso foulard, se enfundó
los guantes, se puso las gafas de sol y partió calle arriba, esta vez con la
mirada en las azoteas de los edificios, allí donde residen los vigilantes del
cielo, mitad dioses, mitad mortales, con alma de hormigón, bronce o piedra.
Apenas caminó unos minutos para
encontrarse con uno de los seres mitológicos más emblemáticos que anidan en las
alturas de Madrid. Da igual la interpretación que le queramos dar. Mercurio o
Ganímedes raptado por Zeus o simplemente emblema de la aseguradora Unión y e
Fénix, el Ave Fenix preside el antiguo edificio de las ya casi olvidadas galerías
comerciales Madrid-París.
Se perdió por las calles aledañas
hasta encontrarse con “Los aurigas” del antiguo Banco de Bilbao, allí arriba, desafiantes
a las más elementales leyes de la gravedad, levitando sobre sus carros en una
carrera eterna jamás terminada, recortando el cielo de la ciudad, con sus
siluetas antaño doradas y oscuras desde la Guerra Civil para evitar ser blanco
de los bombardeos.
En la plaza de Canalejas, Norte
se sorprendió. El esfuerzo por ganarse la atención del viandante se acentúa
para competir, en un espacio minúsculo. El edificio Meneses, con su
eclecticismo monumental rematado por un templete circular coronado por una
cúpula y el Torreón de estilo regionalista de la Casa de Allende.
Pero reinando sobre todo el cielo
madrileño, sobre una rotonda decorada con columnas corintias, sobresale
imponente la Victoria Alada del edificio Metrópolis. Ella, mejor que ninguna
otra divinidad, representa el olimpo que levita, a pesar de su enorme peso,
sobre los cielos de Madrid.
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