A esas horas de la mañana, solo las
pisadas de sus botas y los rítmicos golpes metálicos de sus bastones resonaban en
el suelo empedrado de las estrechas callejuelas de Herrán. Habían dejado
aparcado su vehículo en una pequeña explanada, justo a la entrada del pueblo en
la que, como perros fieles, esperaban a sus amos una gran furgoneta de
matrícula francesa y un todo terreno con infinidad de pegatinas de parques
naturales en su parte trasera, como si se tratase un viejo coronel que luciese cada
una de las condecoraciones y honores recibidas en toda una vida de servcio.
No les hizo falta preguntar. El
camino estaba suficientemente indicado, así que nada más atravesar el pueblo,
un antiguo molino les marcó el inicio de la senda. Una senda mil veces hollada
por las legiones romanas en su camino hacia el Norte y ahora tránsito pausado
de excursionistas amantes de la naturaleza. Y de inmediato una sinfonía de
aromas los alcanzó.
- ¿Los reconoces? –preguntó de
inmediato Francesca tras una profunda y larga inspiración-. Los matices frescos
y agrestes del romero.
- Sí -contestó Norte deteniéndose
unos instantes para admirar con perspectiva la profunda hendidura producida por el río Purón en la Sierra de Árcena -. Y
el boj, con su olor penetrante, intenso y almizclado, con un toque a tierra
húmeda.
- ¡Y el olor resinoso y acre del
enebro! –apuntó de nuevo ella, en un ejercicio de agudeza olfativa. ¿Sabes?, en
mi tierra el enebro está asociado a muchas leyendas… pero especialmente se le
considera como una planta protectora de las personas. Dice la leyenda –continuó
Francesca con ese acento cálido y aterciopelado que a Norte le parecía
irresistible- que protegió al niño Jesús, oculto bajo unas ramas de este árbol,
cuando huía de Herodes con María y José. Imagino que es por ese sentido de
protección que se le atribuyó que, en la Edad Media, se colgaban ramos de esta
planta en las puertas para espantar a las brujas y todavía se utiliza para
proteger establos de animales.
Para Norte el enebro era
especial. Siempre le había atraído aquella especie arbórea capaz de sobrevivir
en unas condiciones tan duras, en suelos pobres y con condiciones climáticas
muy limitantes, así que enseguida comprendió que la senda que estaban
realizando podría resultarle realmente atractiva.
Caminaron en silencio hasta
llegar al desfiladero del río Purón, una angosta garganta labrada por el río
que se salva gracias al puente de origen romano.
- ¡Allí arriba! –exclamó Francesca
señalando una pequeña edificación
levantada al abrigo de un voladizo de una enorme peña.
Se trataba, de una pequeña ermita
de la que apenas quedaban cuatro paredes y cuyos orígenes se remontaban al
siglo IX. Según rezaba un pequeño panel informativo, había estado bajo la
advocación de San Felices primero y San Roque más tarde y en su interior, por
todas partes, cientos de firmas grabadas en sus paredes conformaban una abigarrada
decoración, testimonio del paso efímero de otros tantos “artistas” más
recientes que habían querido dejar su impronta.
Continuaron ascendiendo por una
senda tallada en la roca, acompañando al río Purón mientras se precipitaba con
estrépito, formando pequeñas cascadas que se remansan en pequeñas pozas para
inmediatamente volver a despeñarse durante un nuevo tramo. Encaramados en las
paredes, pinos, boj y encinas se empecinan en crecer a pesar de la ausencia de
suelo.
Por fin, el desfiladero opresivo
que los rodeaba se abrió, dando paso a un extenso pastizal enmarcado por las
laderas del Vallegrull y Santa Ana. Y al fondo, encaramada sobre un promontorio
rocoso, la Iglesia de San Esteban; vigilante silenciosa de un pueblo, Ribera,
del que ya solos quedaban algunas paredes cubiertas de vegetación y los
recuerdos de los que allí vivieron.
Los restos de un camino, ahora
solo perceptible por los pasos de los caminantes ocasionales, ascendían cansinamente
hasta llegar a lo más alto del lugar donde todavía se mantienen en un
equilibrio precario el templo románico, testigo mudo de las historias sencillas
de los moradores de aquel lugar.
- Bello! –exclamó Francesca nada
más llegar al exiguo atrio que rodeaba la iglesia.
Una bella portada románica se
mantenía milagrosamente en pie enmarcando la entrada a la iglesia. Por todas
partes, creciendo libremente, restos de vegetación, consumando el plan de la
naturaleza para reclamar y recuperar lo que le pertenecía. Y en el interior del
templo unas bellas pinturas murales a punto de sucumbir, daban testimonio de la
fe ciega que aquellas gentes habían depositado en la religión.
A su alrededor el extenso
pastizal que acababan de recorrer se extendía a sus pies como una gigantesca
alfombra enmarcada por los bosques que ascendían por las laderas del Santa Ana
y mantenían vivos los recuerdos de los que allí vivieron.
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