Era la segunda vez que visitaba aquella ciudad y Norte no acababa de
entender qué podía encontrar de fascinante Francesca en Bologna. Para él era ruidosa
hasta la irritación, con un tráfico anárquico que por momentos convertía lo que
debería ser un agradable paseo en una peligrosa
aventura, y cuya limpieza dejaba bastante que desear. Para colmo, tampoco su
arquitectura le parecía especialmente atractiva, quizás por ello jamás sintió una
especial predilección por la capital de la Emilia Romagna.
Para ella, sin embargo, Bologna era una ciudad hermosa y llena de magia,
repleta de estudiantes que le daban un ambiente especial a sus calles, y quizás
tenía mucho que ver el hecho de que Francesca había estudiado y vivido allí.
- ¡La Fontana di Nettuno!
–exclamó de pronto, arrastrándolo literalmente hacia la monumental fuente– Es
uno de los símbolos de la ciudad y es tradición entre los estudiantes el día de
su graduación, venir a celebrarlo rompiendo
una botella de prosecco.
A medida que se acercaban, Norte pudo observar la fuente con detenimiento.
La había visto en su anterior viaje y no le había llamado su atención; es más, su
opinión sobre ella no era especialmente buena.
- También es tradición entre los estudiantes dar dos vueltas alrededor de
la fuente en el sentido contrario a las agujas del reloj cuando tienen que
presentarse a un examen importante –continuó Francesca cada vez más animada.
Norte sonrió nada ver las náyades, en una postura no muy decorosa,
cabalgando sobre delfines que decoraban las cuatro esquinas inferiores de la
fuente y amenazando a los resignados viandantes con unos ridículos chorros de
agua pulverizada que salían de sus pechos. Un poco más arriba, en el nivel
medio y a los pies de Neptuno, cuatro querubines gordinflones se empeñaban con
perseverancia obsesiva en apretar unos peces hasta producir otros tantos
surtidores de agua. Y finalmente, presidiendo el conjunto, un hercúleo Neptuno
de Giambologna.
- La gente de Bologna adora este lugar; es como si fuese su “punto de
encuentro” –prosiguió Francesca-. Esta fuente es toda una referencia para la
ciudad; aquí se citan los boloñeses y se encuentran las parejas de enamorados;
yo misma he esperado muchas veces en esas escaleras a compañeros de facultad.
A mediodía un agradable sol de invierno hacía más cálida la espera a
quienes aguardaban; así que buscaron acomodo entre los jóvenes sentados en los
escalones que daban acceso a la fuente y se dejaron estar un rato, en silencio,
contemplando la Plaza Mayor y el Palazzo del Podestá y su esbelta Torre del
Arengo, disfrutando de la tibieza del astro rey.
- ¿Qué es lo que realmente te gusta de Bologna? –preguntó de pronto Norte– Si te he de ser
sincero a mí no me atrae especialmente. Es posible que me llamasen la atención
las torres medievales de sus palazzos,
pero reconocerás que el conjunto de San
Gimignano es mucho más espectacular. Si algún lugar se merece el
calificativo de “el Manhattan medieval” no es precisamente Bologna, ¿no te
parece?
- En realidad –contestó Francesca tras unos segundos de reflexión– no se
trata solo de su patrimonio arquitectónico, es algo que va más allá. Cada
rincón de esta ciudad me trae cientos de recuerdos. Aquí pasé una de las épocas
con más trascendencia en mi vida y he conocido a muchos de mis mejores amigos.
Recorrí una y mil veces sus calles porticadas. Y aquí me he formado
académicamente. Es por eso que no sabría decirte nada en concreto y, por el
contrario, podría detallarte cada uno de los cientos de lugares de los que
guardo algún recuerdo. Y eso
que la mia memoria non è molto buona.
Fue entonces cuando Norte comprendió por qué Bologna fascinaba a
Francesca. De lo que realmente estaba enamorada era de las vivencias, de los
momentos que atesoraba en su memoria y que jamás la abandonarían. Para ella
aquella ciudad destilaba recuerdos que hacían que Bologna ocupase un lugar
privilegiado en su corazón.
En realidad a él le ocurría algo parecido. Había viajado a muchos lugares y
en su inmensa mayoría los recordaba con agrado; incluso podía rememorar muchos
momentos vividos, situaciones que, de alguna manera, le habían impactado. Por ejemplo,
todavía podía evocar con absoluta nitidez el día que descubrió el escriba
sentado en el Museo de Louvre; aquella pequeña estatua policromada, de poco más
de medio metro, que representaba un escriba en posición sedante con las piernas
cruzadas y que enseguida le transportó a su época de estudiante.
Como ese tenía innumerables recuerdos pero, sin embargo, lo que realmente
valoraba eran aquellos momentos únicos e irrepetibles. Momentos vividos, quizás
en lugares que para muchos eran infinitamente más modestos. Y entonces cayó en
la cuenta que no eran solo lugares sino también emociones.
Y, justo cuando el sol de la tarde comenzaba a precipitarse sobre el
horizonte, Francesca le propuso perderse
por las calles de una ciudad a punto de convertirse en Bologna “la rossa”. Y
Norte no necesitó preguntarle por qué se la llamaba así; enseguida comenzó a deleitarse
con el color rojizo de sus fachadas, de sus edificios y de sus tejados,… y quizás
Norte comenzó a ver aquella ciudad con otros ojos.
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