Comprobó inquieto su reloj de pulsera para confirmar por enésima vez que la
hora que le marcaba el reloj del coche coincidía e instintivamente, aceleró.
Por sus cálculos apenas le faltaban más de cinco minutos para llegar a su
destino y, no obstante, en su rostro se reflejaba cierta tensión. Hacía ya un
buen rato que había amanecido y, desde entonces, la duda de si llegaría a
tiempo se hizo más y más evidente.
Todo había comenzado un año antes, visitando Santa Marta de Tera, en
Camarzana de Tera (Zamora), una bella iglesia románica construida a finales del
siglo XI, único resto que llegó hasta nosotros de un primitivo monasterio
mandado construir por Alfonso VI.
Nada más verla, Norte quedó prendado del conjunto de molduras taqueadas,
que recorrían sus muros, en una rítmica y sutil sucesión de arcos, contrafuertes
y capiteles que hacen de Santa Marta de Tera un bello ejemplo del
románico.
Recordaba cuando en su primera visita se encontró, en su portada Sur, con
una hermosa imagen pétrea, quizás la más antigua, de Santiago peregrino. Nada
más verlo, lo reconoció de inmediato. Aunque con una expresión un poco feroz,
quizás por sus enormes pupilas excavadas y una boca que dejaba ver sus dientes,
la imagen muestra un tratamiento magistral de la barba aguedejada y del morral
con la concha de Santiago.
Por fin, un enorme letrero en la autopista, le informó de la próxima salida
a Camarzana de Tera. De un rápido vistazo al reloj del coche comprobó la hora y
redujo la velocidad y se incorporó a la carretera
local que lo llevaría, en apenas un par de minutos, directamente a la amplia
explanada que había frente a la Iglesia.
«Ni automóviles ni peregrinos», pensó Norte sorprendido al no ver a nadie en
las inmediaciones, lo que le hizo sospechar que había llegado demasiado tarde.
Mientras se ponía una chaqueta de abrigo y tomaba su cámara de fotos del
maletero, dio un rápido vistazo a la cabecera de la iglesia, pero
desgraciadamente desde donde él se encontraba no era posible comprobar su
sospecha; así que, a la carrerilla, se dirigió hacia el palacio renacentista
construido a mediados del siglo XVI como residencia de los obispos de Astorga y
que ahora ejercía de museo jacobeo y de entrada a la iglesia románica.
- ¡Celes!,… ¡Celes!,… -gritó Norte,
empujando ligeramente la puerta entreabierta.
Celes, la amable cuidadora del templo, era la persona que unos meses antes
le había informado sobre el fenómeno que ocurría en aquel lugar cada año durante
los equinoccios de primavera y de otoño y, tras esperar unos instantes, se
dirigió a paso rápido hacia la portada occidental situada a los pies de la
iglesia.
Y de pronto se paró en seco. Desde donde él se encontraba divisó como un
hermoso rayo de luz penetraba a través de un pequeño óculo situado en la
cabecera de la iglesia, y comenzaba a iluminar el “Capitel del Alma salvada”.
Todavía asombrado por la oportunidad del momento en el que había llegado,
Norte se acercó despacio. Las pequeñas partículas de polvo, provistas de
vida propia, se movían a lo largo del intenso del haz de luz, como queriendo
señalar el camino hacia el hermoso capitel historiado que en ese momento
comenzaba a estar completamente iluminado.
Se quedó allí, inmóvil y en el silencio más absoluto, imaginando como una
pequeña comunidad en el siglo XI viviría el milagro de la luz; para
ellos, seguramente expresión máxima de
la divinidad. Era como si el dedo de Dios les enseñara desde el cielo y les
indicara el camino a seguir.
Y todo ello gracias a la maestría de unos hombres que, con herramientas
rudimentarias y con cálculos básicos hubieron de tener en cuenta desde la
orientación del ábside hasta la altura del capitel, pasando por la situación
del óculo o la incidencia de los rayos del sol en los equinoccios de primavera
y otoño.
«Un hermoso nombre para una bellísima obra» -pensó Norte al observar con
detenimiento el “Capitel del Alma salvada”, posiblemente una representación
alegórica de un alma que asciende a los cielos, en ese momento ya completamente
iluminado.
Y es que todo el universo del hombre en la época medieval se movía en torno
a Dios y los templos estaban en armonía con las estaciones del año. La
manifestación del espíritu de Dios se manifestaba también con la cuidada
planificación de la construcción de las iglesias. La orientación de los ábsides
hacia el Este permite que los rayos de sol del amanecer penetren por los
ventanales de los ábsides,.. es la representación de la resurrección de Cristo.
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