Cuando le preguntaban cómo se había enganchado a viajar, Norte siempre reaccionaba
igual. En su rostro se formaba algo que recordaba a una sonrisa y, de
inmediato, respondía que no lo sabía pero que, en todo caso, viajar le permitía
habitar en otro mundo durante unas horas.
A decir verdad siempre pensó que esa respuesta se podría aplicar a muchos
ámbitos de la vida, por ejemplo, leer, o mejor dicho al gusto por la lectura. Porque,
al fin y al cabo, no había mucha diferencia ya que cuando viajaba vivía sensaciones
parecidas a cuando leía y cada momento del viaje se asemejaba al capítulo de un
libro.
Así que cuando a lo lejos divisó Frías, cabalgando sobre el Cerro de la
Muela, Norte supo que había caído en sus manos una magnífica lectura de la que
a buen seguro iba a disfrutar.
Y es que si había algo que caracterizaba a la pequeña ciudad de Frías era que parecía suspendida sobre el vacío, como guardando un precario equilibrio.
El Puente Medieval sobre el río Ebro,
ejerce de eterno centinela y vía de comunicación entre la meseta castellana y
el norte de la Península Ibérica.
Sus casas colgantes de entramado de madera se aferran estoicamente al
terreno desde hace siglos, en un ejercicio de equilibrios imposibles.
La Torre del Castillo de los
Velasco, toda una experiencia de vértigo, con el abismo a sus pies.
Pero cuando uno se adentra en el pequeño pueblo con título de ciudad, todo
se hace más amable, más humano, y quizás por ello Frías se encuentra en la
exclusiva lista de los pueblos más bonitos de España.
Es entonces cuando se
puede saborear el penúltimo capítulo de ese hermoso libro que uno comienza
cuando, desde la distancia, divisa Frías.
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