sábado, 23 de mayo de 2015

Las islas de los Dioses


En el horizonte, flotando sobre las aguas frías y azules del Océano Atlántico, vislumbró al fin “Las islas de los Dioses” como las denominó el astrónomo, geógrafo y matemático griego Ptolomeo.

- Ahí las tienes  -le indicó Norte señalando en el horizonte el lugar donde emergían, ajenas a todo. Con la insolencia de saberse deseadas, sentidas  como las más hermosas. Desdibujadas por la bruma que las transfiguraba hasta parecer irreales, etéreas, inalcanzables para la mayoría de los mortales.

- Son mucho más hermosas de lo que me las imaginé –respondió Francesca, estremeciéndose sin saber muy bien si era a causa de la fría brisa marina o de la visión de la mole granítica del archipiélago de las Islas Cíes levantándose en medio del océano y desafiando las más elementales leyes de la física.

- ¿Te das cuenta?, parece uno de esos lugares  señalado por los dioses. Es como la expresión misma de algo sagrado que acaba transformándose en ritos, mitos y leyendas con el paso del tiempo.

A medida que la embarcación los acercaba, los detalles se fueron dibujando con más nitidez. El Faro, que coronaba la Isla del Medio, comenzó a ganar protagonismo con su zigzagueante carretera de acceso que semejaba un gigantesco petroglifo esculpido en la ladera rocosa. La playa de Rodas, de fina arena blanca, producto del cuarzo meteorizado por miles de años de trabajo lento y paciente del agua y el viento, comenzaba a anticipar sus aguas de un intenso color verde esmeralda que contrastan con el azul del lago interior. Más allá, por encima del verdor de la vegetación y de las laderas graníticas, un cielo azul que se perdía en un horizonte infinito. Y por todas partes el sonido del viento y el mar, en una sinfonía eterna que no había dejado de sonar desde el principio de los tiempos.

- ¿Te imaginas a Julio César desembarcando en esta playa? –preguntó Francesca en alusión a la leyenda que lo situó en estas islas en su persecución de los Herminios, mientras contemplaba absorta las aguas de color esmeralda e intentaba visualizar la escena del general romano caminando por aquella playa.


- Y piratas normandos y Francis Drake –le respondió Norte mientras se disponía a desembarcar-. A lo largo de la historia las islas fueron arrasadas y utilizadas por todo tipo de corsarios.

Por fin, tras un atraque suave, saltaron a tierra y comenzaron a caminar. A medida que se alejaban de la playa de Rodas el número de personas disminuyó, hasta tal punto que cuando comenzaron la ascensión se encontraban ya totalmente solos, remontando un sendero rodeado de pinos. Necesitaban ganar altura, elevarse para encontrar la perspectiva que le permitiera deleitarse con la contemplación de un paisaje único y paradisíaco. 

Finalmente la vegetación desapareció para dar paso a una senda rocosa de piedras modeladas por el viento que los llevó al Alto del Príncipe. Desde allí pudieron por fin contemplar una panorámica única. Hacia poniente, con el Océano Atlántico de fondo, los abruptos acantilados de que se elevan hasta los 100 m de altura, soportando los embates de un mar pertinaz y obstinado, empecinado en meteorizar las islas hasta hacerlas desparecer.


Y hacia el Este, al abrigo de los vientos y las corrientes marinas, las aguas tranquilas y transparentes de la playa de Rodas, el lago y la vegetación exuberante, en una antítesis con el paisaje agreste y desnudo de la cara Oeste.

- Ahora comprendo las llamaron “Las islas de Los Dioses” –afirmó Francesca antes de sentarse en la “Sillita de la Reina”. 


sábado, 9 de mayo de 2015

Una historia compartida


A medida que el avión se elevaba, el paisaje se transformó hasta convertirse en una enorme alfombra en donde los prados encajaban a la perfección en las parcelas arboladas como si se tratara de las piezas de un puzle gigantesco. De pronto las nubes algodonosas, lo ocultaron todo y, tras unos segundos inmersos en una claridad lechosa y etérea, la aeronave emergió como un enorme cetáceo sobre el océano.
  
Unos minutos más tarde el avión estabilizó su altura y Norte se acomodó en su asiento dispuesto a dejar trascurrir apaciblemente las casi dos horas de vuelo que le llevarían a su destino. Por encima, el  cielo azul intenso contrastaba con la superficie algodonosa y blanca del mar de nubes que el avión sobrevolaba y que, en cierto modo, invitaba a caminar sobre él.

Tomó la revista de la compañía aérea y la ojeó al azar en busca de un artículo que lo entretuviera un rato. Una escapada a París, unas vacaciones al sol en un país caribeño, consejos para un vuelo más confortable y, de pronto, una sección que nunca había visto. La titulaban “Tú escribes la historia…” y tras ese epígrafe una pequeña frase impresa que trataba de ser el inicio de un relato.

Norte leyó la frase primera frase sorprendido:

“¿Me permite por favor?”

Bajo ella un texto manuscrito, conformado por diferentes caligrafías, daba continuidad a la historia. Norte se esforzó para imaginar qué pondría él a continuación, pero la curiosidad le pudo más y enseguida desistió para comprobar la primera aportación que se había hecho al texto. 

Con una letra picuda alguien había escrito un párrafo bajo la primera frase:

“- Lo siento señorita, esto está repleto de gente  –le contestó él levantándose y tendiéndole la mano  para ayudarla a sortear los últimos obstáculos antes de ofrecerle un sitio justo a su lado.”

Norte, cada vez más interesado hubo de hacer un esfuerzo para entender el siguiente párrafo. Con un tipo de escritura que a Norte le pareció de médico, en las que faltaban letras y tras ciertas dudas en algunas de las palabras, logró comprender su significado.

“Dando un pequeño salto, llegó por fin junto a él.

- ¡Muchas gracias!, qué difícil ha sido acercarme hasta aquí, pero creo que ha valido la pena –agradeció ella admirando de cerca y casi sin obstáculos la monumental fuente.”

Cada vez más sorprendido, Norte continuó leyendo. Esta vez le tocaba el turno a una letra redonda y muy clara que no tuvo dificultad en entender.

“Pequeñas cascadas caían en el pilón inferior formando cortinas de agua y refrescando un poco el sofocante calor que había en la plaza.

- ¿Había venido antes? –preguntó él, fascinado por la belleza de aquella mujer.

- No, nunca había estado aquí y si no fuese por la aglomeración de gente, posiblemente me hubiese pasado desapercibida –contestó con un acento nórdico.”

El último párrafo, escrito con una bella caligrafía, clara y precisa tampoco ofrecía dificultad alguna.

“Tras unos minutos en absoluto silencio admirando la fuente, se despidió, dejando un rastro de perfume absolutamente embriagador.

- Me voy, me esperan y llego tarde.”

Norte no lo pudo resistir, así que tomó su pluma en el bolsillo interior de su chaqueta y se dispuso a escribir el final de aquella historia compartida en los dos últimos renglones libres que quedaban…

“La vio marcharse sorteando los cientos de personas sentados en las gradas en torno a La Fontana de Trevi. Y se la imaginó en medio de la fuente, como si fuese Anita Ekberg en La dolce vita gritando… ¡Marcello!, Marcello!”