Un par de agudos pitidos lo sobresaltaron y, de un brinco, se puso a salvo en la acera. Un “mototortillero” a punto de arrollarlo pasó a su lado a gran velocidad, justo en el paso de peatones.
̶
¡Cuidado! ̶ le increpó Norte.
̶ ¡Jódete pendejo! ̶ Le respondió el joven acelerando, al
tiempo que le ponía los cuernos ofensivamente enseñándole sus dedos índice y
pulgar.
Acababa de llegar a Campeche y
todavía no le había dado tiempo a adaptarse a las normas básicas que todo
viandante debe tener muy presentes, así que se propuso ser un poco más
cuidadoso y poner los cinco sentidos cada vez que atravesara una calle o se
acercara a menos de 20 metros de un lugar por el que pudiese circular un
vehículo a motor. Aunque, sonriendo, pensó que también necesitaría una buena
dosis de buena suerte y algo de protección divina.
Cruzó la calle, esta vez
asegurándose de que no venía ningún vehículo y entró en la diminuta tienda que
había visto unos instantes antes desde el otro lado de la calle. “Antojitos el
Trébol” ocupaba escasamente una docena de metros cuadrados en el bajo de una de
las hermosas casas coloniales que jalonaban la calle Colón, muy cerca del hotel
donde se había alojado.
A las siete de la tarde el calor
comenzaba a dar una tregua, quizás ayudado por una leve brisa procedente del
mar, sin embargo en el interior del diminuto local, la temperatura todavía se
mantenía sofocante. Los estantes atiborrados de chucherías, apenas dejaban
espacio para un pequeño mostrador tras el cual se parapetaba el tendero que
respiraba al rítmico frescor que le proporcionaba cada vuelta de un viejo ventilador
situado, en un precario equilibrio, sobre una pila de revistas.
̶
Agua, por favor.
̶
¿También viene por lo del Sagrado Corazón? ̶ preguntó el vendedor al tiempo que ponía
sobre el mostrador una botella de agua helada.
̶
Perdone, no le comprendo ̶ respondió sorprendido Norte mientras pagaba.
̶
Me refiero al milagro, a la imagen del Sagrado Corazón que apareció en
el cemento del suelo de una casa, dos cuadras más arriba. Mucha gente viene hoy a comprar agua para
bendecirla.
̶
No, no me había enterado.
̶ No se habla de otra cosa ̶ continuó, mientras le enseñaba el titular del periódico local ̶ . Fíjese
lo que dice la mujer del afortunado que la descubrió: “Ya lo hemos limpiado y hasta le pasé el trapeador para ver si se
quitaba pero nada, sólo se borra por un momento y solito vuelve a aparecer,
creo que es un milagro, mi esposo está enfermo y sin trabajo e inclusive la
imagen está mirando hacia su cama lo que indica que Jesús está a su lado”.
̶
Pues no, no sabía nada. Espero que ese pobre hombre recupere la salud y
encuentre trabajo. ̶ Respondió sonriente Norte mientras pagaba,
pensando que, en apenas una hora, él sí esperaba que se obrara un verdadero
milagro.
Se dirigió, caminando lentamente,
en dirección al Parque de la Independencia, frente a la Catedral de Nuestra Señora de la Purísima Concepción. La cálida luz del atardecer producía un
efecto mágico sobre las fachadas de las casonas coloniales alineadas a
ambos lados de la calle, acentuando todavía más su colorido. Sus cornisas,
ribeteadas con contrastados diseños geométricos, destacaban sobre el cielo
azul, nítido, sin rastro alguno de nubes; ese cielo que invita al optimismo,
que hace pensar que ningún nubarrón acecha por el horizonte.
Sin embargo Norte sentía crecer
la opresión en el pecho a cada minuto que pasaba. Se reprochaba haber aceptado
la invitación, al fin y al cabo ¿qué había hecho para merecer semejantes
atenciones? A pesar de haberse puesto un fresco traje de hilo de color arena,
comenzó a sudar ligeramente, quizás producto de la tensión y del malestar que
comenzaba a atenazarle.
Todavía recordaba cuando recibió
la llamada telefónica de un funcionario del Estado de Campeche. La
presentación, el lisonjero resumen que hizo de los supuestos servicios
prestados a la comunidad y, por último, la propuesta del reconocimiento en un
acto público un mes después. Lo sorprendió hasta tal punto que aceptó el
ofrecimiento. Después, las dudas, el arrepentimiento y finalmente la desazón.
¿Cuántas veces, desde entonces, se maldijo así mismo por acceder?
Comenzó a escribir un millar de
veces unas palabras de agradecimiento y, en otras tantas ocasiones, desechó
cada una de las ideas que se ocurrieron. A medida que el tiempo transcurría,
cada día que pasaba, Norte veía como los resultados eran peores. La inmediatez
de una fecha, cada vez más cercana lo atenazaba de tal manera que finalmente
desistió. El largo viaje de más de diez horas en avión fue la confirmación definitiva
de que sería incapaz de escribir esas palabras con sentimiento, ese discurso sentido con el que ,desde
hacía días, había soñado ganarse al público.
Había rechazado el amable ofrecimiento de la organización para recogerlo en el hotel. Quería ir caminando,
en un último y desesperado intento de encontrar un soplo de inspiración. Finalmente
se había rendido a la evidencia y decidió encomendarse a la improvisación. Eso
que él quería ver como si realmente fuese producto de la espontaneidad o de la
naturalidad, no trataba más que encubrir su propia incapacidad.
Buscó la sombra que
proporcionaban las galerías de la plaza del zócalo y se perdió por las calles
de la ciudad, dejándose llevar por el frescor que proporcionaban las zonas más umbrías,
en un intento de encontrar la serenidad de espíritu que necesitaría en menos de
una hora.
De pronto, al doblar una esquina,
Norte se encontró con una pequeña muchedumbre congregada frente a una humilde casa. El
murmullo procedente de los rezos se elevaba monótono en cada uno de los
misterios del rosario. Mujeres de rodillas sobre la acera sostenían en sus
manos velas, imágenes de santos, estampas y rosarios. A la puerta de la casa
unas monjas Vicentinas, tocadas con un liviano hábito de color crema,
organizaban con precisión monástica, la peregrinación que hacia el interior de
la vivienda se había formado.
Sin pensarlo Norte se acercó y,
sin saber muy bien porqué, se colocó en la cola de acceso a la vivienda. En
apenas diez minutos se hallaba en una sencilla estancia enmarcada por paredes
de bloques de cemento. Un camastro en la esquina y una pequeña silla de madera,
que hacía las veces de mesilla de noche, atiborrada de velas, imágenes de
santos y crucifijos componían el lugar de culto. En el suelo unas manchas de
humedad conformaban una difusa imagen
que él ni remotamente podría relacionar con la representación del Sagrado
Corazón.
A un lado de la escena, la
familia Boo Monilla. Cuatro niñas y un chamaco de entre tres y siete años de
edad, miraban sorprendidos para la multitud que había invadido su hogar tras
las faldas de su madre, mientras su padre declaraba elocuentemente a unos
periodistas: “Me quedé sin trabajo por
una semana y pensaba en mi familia y lo de mi enfermedad, pero gracias a Jesús
que me visitó sé que todo será diferente, mañana me vienen a ver por un trabajo
y tengo mucha fe que se cumplirá mi petición”.
En ese instante Norte salió de la
estancia y se alejó convencido de que no podría defraudar a aquellas gentes que le
querían agradecer el haber creído en su comunidad.
A lo lejos, frente al Teatro Franciscode Paula Toro, se agolpaba expectante otra pequeña muchedumbre, esta
vez con un ánimo más festivo. Norte respiró hondo, se abotonó la chaqueta y se
dirigió con paso pausado, sabiendo por fin, lo que diría en sus palabras de
agradecimiento.
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