Tras salir de Parada de Sil, a
medida que avanzaba por la sinuosa carretera, tras cada curva, Norte percibía
con más intensidad los matices que anunciaban el otoño, esos sutiles aromas que
hacían aflorar las vivencias que, sin ser consciente de ello, atesoraba de esa
estación. El olor dulce y casi etílico de las uvas maduras, la humedad que
ayuda a descomponer las hojas, los colores amarillentos y rojizos que parecen teñir la vegetación. Recordó entonces un párrafo del libro… y se
percató de la semejanza de las sensaciones.
“…
Atravesé hermos bosques de castaños y rebollos conduciendo por estrechas
carreteras que se adaptaban con precisión al terreno, en un ejercicio de
completa mimetización con el medio. Por momentos, a mi izquierda, se podía
intuir la enorme depresión producida por el río Sil, donde los bancales con los
viñedos creciendo en milimétrica alineación esperaban la vendimia, para la que
apenas faltaban unos días. Las parcelas geométricas, con esquinas en ángulo
recto semejaban pequeñas islas en un océano de piedra y vegetación dándole a
aquellas laderas un aspecto único.”
(La Mujer que miraba las estelas de los aviones. A. Rodríguez, 2014)
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