Por fin, la entrada a un camino
forestal le permitió encontrar un espacio para aparcar. Una carretera estrecha,
llena de curvas y prácticamente sin arcén lo había llevado hasta allí, el
primero de los destinos que tenía programado.
Había llegado a la hora prevista,
así que sin perder un instante tomó el libro y, con la
seguridad de quién sabe a dónde va, caminó por un sendero polvoriento y
pedregoso. El viento azotaba con fuerza allí arriba, levantando pequeñas nubes
de tierra y sacudiendo la vegetación en cada ráfaga, enfatizando todavía más la belleza del paisaje.
Conocía el lugar. Había estado
allí con anterioridad, pero después de leer el libro que tenía en sus manos
había decido volver y contemplarlo desde
aquella otra perspectiva que le sugería el autor. Así que después de disfrutar
un buen rato del espectáculo paisajístico, Norte de acomodó al abrigo de unas rocas y abrió el libro por la página que tenía marcada…
“… Finalmente, tras una tarde llena de fotografías de lugares mágicos,
justo cuando el sol comenzaba su atropellada carrera para ocultarse tras el
horizonte, aparqué en las inmediaciones de un camino que, serpenteando durante
apenas trescientos metros por la ladera, conducía a una pequeña explanada que
me mostraba una espectacular vista de un meandro del río Sil.
Me encontraba en el mirador de Trabancas y ante mí, el río discurría
encajado entre inmensas moles graníticas, describiendo un impresionante meandro labrando a lo largo de los siglos, y
al que el agua embalsada no había logrado quitarle un ápice de belleza. Las
escarpadas laderas mostraban, enfatizadas por la luz del sol, un relieve
escarpado y agreste que hacía destacar todavía más la rala vegetación que, a
retazos, se empeñaba en crecer allí donde un puñado de tierra le dada una
oportunidad.
A pesar de conocer el lugar, seguía sobrecogiéndome como la primera vez
que lo vi. Durante un buen rato me quedé allí, absorto, dejando que mis
sentidos se impregnaran de buena parte de la mágica esencia de aquel lugar.
Quería que mis retinas captaran la fuerza de aquel paisaje. Deseaba poder
interiorizar aquella sinfonía, compuesta por el sonido del viento y de multitud
de pájaros e insectos, exenta de cualquier contaminación artificiosa de ruidos
de la civilización. Ambicionaba sentir los aromas que impregnan cada molécula
del aire que respiraba. Codiciaba poder captar con las yemas de mis dedos la
naturaleza de aquellas superficies rocosas que afloraban por dondequiera que
mirase.
Trascurrió un buen rato contemplando aquel espectáculo natural que
ningún arquitecto podría ni siquiera igualar, hasta que comenzó a
oscurecer. Calculé que apenas me quedaba media hora de luz y comencé a
fotografiar el lugar. Pero no importaba, estaba seguro de que lo había captado
de tal forma que ni siquiera los cables de una línea alta tensión que pasaba a
mi izquierda podrían interferir en el resultado final del cuadro. Casi podía
imaginarlo rematado allí sobre el caballete de mi estudio de Pontevedra.”
(La mujer que miraba las estelas
de los aviones - A. Rodríguez, 2014)
Y, como el protagonista de la novela, Norte
encendió un cigarrillo y esperó a que anocheciera lentamente.
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