Por fin el cielo pareció aclararse y pequeños retazos azules asomaron aquí y allá entre las nubes todavía amenazantes tras la tormenta. Sobre ese hermoso telón de fondo, los restos de las termas de Caracalla, con sus grandes bóvedas desplomadas y enormes muros derruidos de ladrillo, destacaban sobre el horizonte.
Norte elevó su ceja izquierda mientras pensaba que no podía haber elegido mejor
momento para visitarlas. Apenas había turistas y el otoño se hacía notar,
coloreando las hojas de las frondosas que salpicaban el recinto de hermosas
tonalidades rojizas y amarillentas. Y dominando el paisaje, con sus formas
rotundas y su intenso color verde, los Pinus
pinea y los Cupressus sempervirens,
los mismos que se podían encontrar bordeando la Via Appia Antica.
Norte aspiró profundamente el aire límpido tras la tormenta, cargado de los
aromas acres y penetrantes de las coníferas y el inconfundible olor a tierra
mojada. Si algo le había gustado siempre de la “ciudad eterna” era precisamente
esa “conexión” de la vegetación con el patrimonio arqueológico y en las Termas
de Caracalla, más que en ningún otro lugar, se daba esa circunstancia.
Cerró los ojos para visualizar aquellos muros, ahora devastados por el paso
del tiempo, y revestidos en tiempos pasados por hermosos mármoles blancos de
Carrara; para deleitarse con los fascinantes mosaicos de formas geométricas del
que antaño fue el gimnasio o para asombrarse con el lujoso decorado de
estatuas, columnas y mosaicos; unas termas donde más de 1.600 romanos podían
disfrutar a un tiempo de las aguas de la felicidad.
Fue la expresión máxima de la búsqueda del bienestar, de la paz física e
interior que estaba al alcance de cualquier ciudadano. Allí se citaban los
romanos para hablar y relajarse. Era un placentero paseo por las aguas de la
felicidad. Baños que alternaban agua caliente en el caldarium, tibia en el tepidiarum
y fría en el frigidarium, para más
tarde pasarse por el gimnasio antes de abandonarse al ritual del masaje.
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