No sabía mucho de arte. En realidad su afición por el arte y la historia no era más que un bonito pasatiempo que maridaba de un modo extraordinario con su gran pasión: viajar. Aun así, Norte enseguida comprendió que aquella iglesia que sobresalía del puñado de casas que se apretujaban sin orden alguno en torno a un cruce de caminos en medio de la nada, no podía ser la iglesia visigótica que estaba buscando y de la que tanto había oído hablar.
Detuvo completamente su vehículo y miró a su alrededor. La desolación que campaba en Quintanilla de las Viñas contrastaba con el hermoso entorno que lo rodeaba. No en vano se hallaba en la comarca del Alfoz de Lara, una tierra que rebosa historia por los cuatro costados, pero que además poseía la agreste y ruda belleza de las tierras burgalesas.
Frente a él, allí donde las últimas casas del pueblo marcaban el límite urbano, destacaba el intenso color verde de los campos de cereal. Un poco más arriba, en donde ni la pendiente ni el suelo permitían práctica agrícola alguna, el matorral bajo y las encinas hacía su aparición. Y finalmente como un hermoso telón de fondo, los farallones calizos del macizo de Peñalara, a medio camino entre la Sierra de la Demanda y la Sierra de las Mamblas.
«Joder, no puede estar muy lejos» ̶ pensó Norte un poco contrariado mientras
buscaba inútilmente a alguien a quién preguntar.
Estaba tras la pista de la ermita de Santa María de Quintanilla de las
Viñas, uno de los mejores ejemplos de arquitectura visigótica y que, como
muchos otros edificios históricos en España, hasta 1927 había sido usado como
corral para ganado. Afortunadamente en 1929 fue
restaurado y puesto en valor.
Bajó del coche buscando un indicio, alguna estructura que le recordase a una
iglesia visigótica. Sabía que su tamaño no podía ser muy grande, pero ningún
edificio a su alrededor parecía responder a esas características, hasta que
finalmente reparó en una minúscula construcción en piedra que se levantaba aislada
a las afueras del pueblo.
De inmediato encontró un camino que lo condujo hasta allí y, durante unos
largos minutos se quedó allí, parado en medio de la nada, intentado descubrir el
porqué del prestigio de aquella sencilla edificación.
A medida que se acercaba comenzó a reconocer estructuras y de pronto
comprendió que lo que quedaba en pie no era más que una pequeña parte de lo que
originalmente fue. Lo que estaba viendo correspondía al ábside rectangular y el
transepto. Los únicos restos que se podían adivinar de lo que un día fue la
iglesia de planta basilical se limitaban a los cimientos de las tres naves: la
principal y dos más pequeñas laterales que daban testimonio del tamaño que tuvo
originalmente. Apenas una pequeña parte había llegado hasta nosotros.
Aun así lo que quedaba de aquella construcción del siglo VII atrapó su
atención, y no solo por su armónica integración con el medio natural que la
rodeaba. La delicada ornamentación a base de frisos que recorrían los muros
exteriormente le daban a aquella pequeña ermita esa sutil belleza oriental que enseguida
fascinó a Norte.
De pronto la tosca y sencilla construcción se transformó en algo delicado y hermoso. La riqueza de sus
frisos, decorados con un fantástico repertorio de árboles y animales de lejanas
procedencias, enseguida le sugirieron a
Norte una rica muestra decorativa con fuertes
matices orientales, seguramente muy del gusto bizantino.
Zarcillos vegetales, elementos florales, racimos de uvas se entrelazaban en un todo continuo con simbología bizantina de círculos, estrellas de seis puntas y monogramas cruciformes que alternaban con pavos reales y perdices dentro de círculos sogueados.
Pero si la decoración exterior le resultó fascinante, nada más traspasar el
umbral de la pequeña puerta que se abría en el lado oriental, Norte se deleitó
con el pequeño espacio interior, presidido por un bellísimo arco triunfal.
De nuevo, la decoración de sus dovelas, con un hermoso friso decorado con
racimos, aves y palmetas volvió a trasladar a Norte a los exquisitos diseños
orientales muy semejantes a los que tan solo hacía unos instantes había visto en el
exterior.
Pero, por si ese derroche creativo no fuese suficiente, el arco triunfal se apoyaba en dos piezas que, a modo de capiteles, muestraban dos fantásticos relieves. En el
lado sur una pareja de ángeles sujetan un
busto humano con los cabellos erizados como rayos de sol,…
… y en el lado opuesto los
cabellos del busto representan una luna creciente.
En ese instante el sol del atardecer iluminaba uno de los capiteles y el silencio
y la soledad absolutas reinaban en el interior de la ermita de Santa María de Quintanilla
de las Viñas y, de pronto, Norte recordó algo que había leído no hacía mucho
tiempo relativa al enigma que representa el empleo de esta simbología, solar y
lunar, en un lugar de máximo protagonismo en los templos cristianos. Un
misterio que quizás añada todavía más relevancia a esa sutil belleza oriental.
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