‹‹¿Cuánto tiempo hacía que no
recorría esos caminos?, ¿cuánto que no respiraba esos aromas?, ¿cuánto hacía
que añoraba esos paisajes?›› –se repetía Norte a si mismo una y otra vez, casi
obsesivamente, mientras caminaban por la senda que discurría a los pies de
Sierra Nevada y que los llevaba de pueblo en pueblo por La Alpujarra Alta.
Y siempre que lo había hecho; cada
una de las veces que había visitado aquellas tierras, la ilusión renacía y, de
nuevo, la esperanza por conseguirlo volvía a resurgir. Contumaz y reiterado, el
deseo jamás cumplido se obstinaba en recordárselo. De alguna manera le habría
gustado reunir el valor suficiente para abandonarlo todo y quedarse a vivir en
uno de aquellos humildes pueblecitos que, como racimos de casas blancas, se
recostaban sobre aquel territorio arrugado y lleno de historia.
Es cierto que esa misma idea la
había tenido también, por lo menos, de una docena y media de lugares que había
visitado a lo largo de su vida. Pero tampoco era menos cierto que esa comarca
ocupaba un lugar especial en su personalísimo ranking de lugares hermosos. La
Alpujarra lo reunía todo, rebosaba autenticidad y quizás esa haya sido la razón
por la que muchos escritores se hubieran dejado fascinar por aquellas tierras. GeraldBrenan atraído por la espontaneidad y costumbres de sus gentes, o García Lorca, impresionado después
de un corto pero intenso viaje a la Alpujarra.
Pequeños pueblos, latiendo al
compás de las estaciones, habitados por una curiosa mezcla de jubilados de
nacionalidades lejanas y viudas apegadas a su tierra, que se resisten a
abandonar las casas donde nacieron y criaron a sus hijos. Casas encaladas, de
un blanco que hiere las retinas de los ojos, balcones en los que florecen los
geranios multicolores, calles empedradas que trepan por las laderas y pequeños arroyos
de aguas cristalinas alimentados por el deshielo de la nieve de las montañas.
A dondequiera que mirasen,
comprobaban como la cultura andalusí perduraba. Se hacía patente en cada
esquina, en cada acequia de agua para el riego, en cada laja de pizarra. La
trama urbana o la arquitectura popular evocaban el modo de vida morisco. No podía
ocultarse su origen, a pesar de que aquellas tierras habían sido repobladas con
cristianos viejos del Norte que habían bautizado esas poblaciones con nombres
ajenos a un modo de vida del sur. Como en el caso de los escritores, los nuevos
nombres de las localidades enseguida fueron adoptados y Capileira o Pampaneira
pasaron a integrarse como una parte más del acerbo cultural del lugar.Como Juviles,
Ugíjar, Almegíjar y tantos otros tantos
también acabaron formando parte de su toponimia unos siglos antes.
Hacía ya un buen rato que habían
dejado atrás Capileira y caminaban por un sendero que serpenteaba por un
terreno abrupto que los llevaría directamente a las alturas de Sierra Nevada
con El Veleta, omnipresente, presidiéndolo todo a más de 3.000 metros de altitud.
Unos metros delante de él, Francesca aceleraba el paso cada vez más y, a pesar de llevar recorridos más de una decena de quilómetros, no daba muestras de cansancio, así que Norte hubo de hacer un pequeño esfuerzo para alcanzarla.
Unos metros delante de él, Francesca aceleraba el paso cada vez más y, a pesar de llevar recorridos más de una decena de quilómetros, no daba muestras de cansancio, así que Norte hubo de hacer un pequeño esfuerzo para alcanzarla.
Nada más llegar a su altura, ya casi
sin resuello, Norte se paró un instante para admirar el paisaje que se abría
frente a ellos. Al fondo las cumbres nevadas emergían tras un horizonte nuboso matizado
con pinceladas de un intenso azul. Y, entre medias, la vegetación que iba
perdiendo presencia a medida que se ganaba altura.
- Te has fijado –advirtió
Francesca con un pequeño gesto de preocupación, señalando en dirección opuesta-
está entrando niebla.
Norte comprobó que, en efecto,
Francesca le llamaba la atención sobre una densa capa de nubes que,
aunque lejana, avanzaba desde el mar desbordándose desde los picos más altos
hacía el pueblo que habían dejado atrás.
La niebla era uno de los meteoros
más aborrecidos por Francesca y a pesar de que ella jamás reconocería ese temor,
Norte sabía que su estado de ansiedad iría en aumento conforme las nubes se
fuesen acercando. Así que sin pensárselo
dos veces decidió facilitarle la decisión.
-
¿Qué te parece si volvemos? –le preguntó con cautela- estoy un poco
cansado y parece que va entrar la niebla.
En un primer momento Francesca
puso un delicioso mohín de contrariedad.
- Ya sabes lo que dicen –continuó
insistiendo Norte- la montaña no se moverá y nosotros podremos volver otro día.
Y juntos emprendieron el camino de regreso.
Ante ellos un largo y ondulante camino que los llevaría de nuevo a Capileira.
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