Comprobó la hora en su reloj de
pulsera y se levantó con cuidado para no despertarla. Francesca dormía
profundamente hecha un ovillo bajo el cálido edredón de un blanco inmaculado
que cubría la enorme cama. Fuera, a las seis de la tarde, las bajas
temperaturas del mes de febrero invitaban a quedarse disfrutando del calor de
la habitación del hotel donde se habían alojado.
Se acercó a la ventana. Las
vistas eran realmente espectaculares desde aquel nido de águilas a más de
setecientos metros sobre el nivel del mar. Había oído hablar de aquel pequeño
país solo por su comercio o por anécdotas curiosas relativas a las goleadas
encajadas por su equipo de futbol o al Gran Premio de Fórmula I de San Marino,
tristemente conocido por la muerte de Ayrton Senna en 1994. Sin embargo, ella había insistido en numerosas
ocasiones en acercarse para que Norte conociese San Marino, pero nunca se lo
había imaginado así.
Había bromeado con ella sobre lo
que sería gobernar un país de un poco más de treinta mil habitantes, ironizando
sobre la agenda del ministro de sanidad, en la que de seguro figuraba la fecha
prevista para el parto de cada una de las sanmarinenses embarazadas con el
objeto de reservarle cama en el hospital. A lo que Francesca respondía,
haciéndose la ofendida, que la Serenísima República de San Marino, ya que así
era su nombre oficial, era con mucho la República más antigua del mundo.
Volvió a observarla y decidió no
despertarla. Norte sonrió a la vez que elevaba su ceja izquierda, al recordar a
la atrevida Francesca después de disfrutar del Lambruscode Sorbara durante la comida. Habían acompañado la pasta al “tartufo nero” con el magnífico caldo y,
tras la segunda copa, se volvió mucho más locuaz, divertida y, sobre todo,
atrevida de lo que habitualmente solía ser.
Después, un corto paseo por el
casco antiguo de San Marino, pero enseguida desistieron. Subir hasta las torres
construidas en los picos más altos del monte Titano era un paseo exigente. Así
que a medida que la temperatura ambiental descendía y la corporal ascendía
decidieron refugiarse toda la tarde bajo el grueso y cálido edredón de la cama
de su cuarto de hotel.
Volvió a mirar por la ventana
justo en el instante que comenzaba la puesta de sol. En ese momento Norte dudó
si despertarla, pero no fue necesario.
- ¿Qué haces? –preguntó
desperezándose.
- Ven –le susurró Norte, mientras
le ayudaba a ponerse el albornoz- no te pierdas esto.
Tras los cristales, en el
horizonte, el sol se zambullía en una tenue capa de nubes, tiñéndolas de tonalidades rojizas y anaranjadas, justo
antes de comenzar su precipitada carrera para desaparecer tras las montañas.
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