domingo, 30 de noviembre de 2014

Donde el tiempo se detiene


A las diez y media de la mañana, en medio de una densa niebla, el tren hizo su entrada en la estación de Santa Lucia. Se miraron y, sin mediar palabra, se dejaron estar un rato más disfrutando de la comodidad de las butacas y del ambiente cálido que reinaba  en el interior del vagón de clase preferente en el que habían viajado desde Bolonia. Fuera, sobre los cristales de las ventanas,  la humedad se condensaba en gotas que se atraían casi magnéticamente unas a otras para formar pequeños regueros de agua que se precipitaban siguiendo trayectorias imposibles por el cristal, aumentando la sensación de frío; ese frío húmedo que se cuela hasta el tuétano de los huesos.

Aún antes de detenerse completamente el convoy, los viajeros comenzaron a recoger sus equipajes y a arroparse con sus prendas de abrigo. Bufandas, guantes, gorros,… fueron ocultando cada centímetro cuadrado de su piel como si se tratara de maleantes preparándose para perpetrar un delito. Finalmente un brusco frenazo detuvo el tren completamente y, poco a poco, los pasajeros fueron abandonando el vagón hasta que el último desapareció por la puerta de salida. Ya no cabían más excusas, no se podía demorar lo inevitable. Tendrían que salir y enfrentarse al clima desapacible de Venecia en febrero.

Francesca y Norte se unieron al torrente de personas que caminaban por el andén buscando la salida. Habían hecho ese recorrido no menos de media docena de veces y, a pesar de ello, Francesca no dejaba de sorprenderse de la reacción de la gente al darse de bruces, nada más salir de la estación, con la Venecia mágica, meca de los viajes de una buena parte de la población mundial.

Sin detenerse, sorteando a los numerosos turistas que se detenían a realizar su primera foto en la ciudad, atravesaron la explanada que se abría frente a la estación ferroviaria y se dirigieron al Ponte degli Scalzi. Su hotel se encontraba a menos de 10 minutos andando así que se arroparon e iniciaron la pequeña odisea que significaba caminar por aquel lugar con equipaje, aunque este se redujese a una pequeña maleta provista de ruedas; ruedas por otra parte inútiles en muchas de aquellas calles empedradas.


Como suponían, no podrían ocupar la habitación hasta después de las dos de la tarde así que, después de dejar su maleta en la recepción del hotel, comenzaron el largo y tortuoso camino que los llevaría hasta la Plaza de San Marcos.  

Una tenue bruma, fría y húmeda, contribuía a darle un aire de ensoñación que acentuaba todavía más esa sensación de ciudad anclada en el tiempo. Abrazados, se perdieron por estrechas calles, en esa época prácticamente vacías, cruzaron decenas de puentes y  pasearon sin prisa para encontrarse con pequeñas plazas. Atravesaron canales de aguas turbias, densas y pestilentes; un caldo espeso donde se cocían a fuego lento los pecados de los moradores de otras épocas. Y por todas partes el león, símbolo de San Marcos, vigilaba desde hacía siglos el día a día de los venecianos.


De pronto, en los alrededores del Ponte de Rialto y la Pescheria, la animación aumentó. Venecianos cargados con bolsas de fruta y pescado volvían presurosos a sus casas, antes de que las hordas de turistas, ávidos de inmortalizar cada paso que diesen, de comprobar satisfechos cada historia de su guía de viaje o de fotografiar cada centímetro cuadrado de fachadas desconchas, invadiesen en oleadas cada uno de los rincones de la ciudad.


Cansados y muertos de frío tras un delicioso paseo, dejaron atrás el, por momentos, opresivo entramado de callejuelas, y llegaron por fin a la Piazza. Una sensación gratificante y vivificadora les inundó. Era como si aquel gran espacio les permitiera ensanchar de nuevo los pulmones, como si la opresión causada por las estrechas calles de Venecia desapareciera de pronto al llegar allí.

A pesar de haber paseado por aquel lugar en numerosas ocasiones, no dejaron de sorprenderse por la belleza que le proporcionaba al conjunto cada uno de los edificios que la presidían. La Basílica de San Marcos, la Torre del Campanili y el Palazzo Ducale rivalizaban entre ellos pero conformando a la vez un conjunto armónico y único. Todavía no había mucha gente en la plaza y las palomas esperaban impacientes el desayuno que les servirían en pocos momentos cientos de turistas. 


Caminaron hasta la laguna, quizás buscando las aguas abiertas, menos espesas y fétidas que las de los canales, deleitándose con la fría brisa que soplaba desde la laguna. Atracadas en el embarcadero, docenas de góndolas permanecía a la espera de comenzar  su rutinaria jornada.


Sin decir palabra, volvieron sobre sus pasos y se dirigieron directamente a los arcos porticados de la Piazza. Allí los esperaba la calidez de las salas del Café Florian para disfrutar de un delicioso café espresso.


- Si tuvieras que decirme porqué te gusta Venecia, ¿qué dirías? –le preguntó de pronto Norte mientras sonreía por el trato seco e indiferente del camarero que los acababa de servir.

Francesca se quedó un instante pensativa, como intentando buscar las palabras adecuadas para calificar la ciudad de la que estaba enamorada.

- ¿Sabes?, creo que Venecia es el lugar donde el tiempo se detiene.

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