A las diez y media de la mañana,
en medio de una densa niebla, el tren hizo su entrada en la estación de Santa
Lucia. Se miraron y, sin mediar palabra, se dejaron estar un rato más
disfrutando de la comodidad de las butacas y del ambiente cálido que reinaba en el interior del vagón de clase preferente
en el que habían viajado desde Bolonia. Fuera, sobre los cristales de las
ventanas, la humedad se condensaba en gotas
que se atraían casi magnéticamente unas a otras para formar pequeños regueros
de agua que se precipitaban siguiendo trayectorias imposibles por el cristal,
aumentando la sensación de frío; ese frío húmedo que se cuela hasta el tuétano
de los huesos.
Aún antes de detenerse
completamente el convoy, los viajeros comenzaron a recoger sus equipajes y a arroparse
con sus prendas de abrigo. Bufandas, guantes, gorros,… fueron ocultando cada
centímetro cuadrado de su piel como si se tratara de maleantes preparándose
para perpetrar un delito. Finalmente un brusco frenazo detuvo el tren
completamente y, poco a poco, los pasajeros fueron abandonando el vagón hasta
que el último desapareció por la puerta de salida. Ya no cabían más excusas, no
se podía demorar lo inevitable. Tendrían que salir y enfrentarse al clima
desapacible de Venecia en febrero.
Francesca y Norte se unieron al
torrente de personas que caminaban por el andén buscando la salida. Habían
hecho ese recorrido no menos de media docena de veces y, a pesar de ello, Francesca
no dejaba de sorprenderse de la reacción de la gente al darse de bruces, nada
más salir de la estación, con la Venecia mágica, meca de los viajes de una
buena parte de la población mundial.
Sin detenerse, sorteando a los
numerosos turistas que se detenían a realizar su primera foto en la ciudad, atravesaron
la explanada que se abría frente a la estación ferroviaria y se dirigieron al Ponte degli Scalzi. Su hotel se
encontraba a menos de 10 minutos andando así que se arroparon e iniciaron la
pequeña odisea que significaba caminar por aquel lugar con equipaje, aunque
este se redujese a una pequeña maleta provista de ruedas; ruedas por otra parte
inútiles en muchas de aquellas calles empedradas.
Como suponían, no podrían ocupar
la habitación hasta después de las dos de la tarde así que, después de dejar su
maleta en la recepción del hotel, comenzaron el largo y tortuoso camino que los
llevaría hasta la Plaza de San Marcos.
Una tenue bruma, fría y húmeda, contribuía
a darle un aire de ensoñación que acentuaba todavía más esa sensación de ciudad
anclada en el tiempo. Abrazados, se perdieron por estrechas calles, en esa
época prácticamente vacías, cruzaron decenas de puentes y pasearon sin prisa para encontrarse con
pequeñas plazas. Atravesaron canales de aguas turbias, densas y pestilentes; un
caldo espeso donde se cocían a fuego lento los pecados de los moradores de
otras épocas. Y por todas partes el león, símbolo de San Marcos, vigilaba desde
hacía siglos el día a día de los venecianos.
De pronto, en los alrededores del
Ponte de Rialto y la Pescheria, la animación aumentó.
Venecianos cargados con bolsas de fruta y pescado volvían presurosos a sus
casas, antes de que las hordas de turistas, ávidos de inmortalizar cada paso
que diesen, de comprobar satisfechos cada historia de su guía de viaje o de
fotografiar cada centímetro cuadrado de fachadas desconchas, invadiesen en
oleadas cada uno de los rincones de la ciudad.
Cansados y muertos de frío tras
un delicioso paseo, dejaron atrás el, por momentos, opresivo entramado de callejuelas,
y llegaron por fin a la Piazza. Una
sensación gratificante y vivificadora les inundó. Era como si aquel gran
espacio les permitiera ensanchar de nuevo los pulmones, como si la opresión
causada por las estrechas calles de Venecia desapareciera de pronto al llegar
allí.
A pesar de haber paseado por
aquel lugar en numerosas ocasiones, no dejaron de sorprenderse por la belleza
que le proporcionaba al conjunto cada uno de los edificios que la presidían. La
Basílica de San Marcos, la Torre del Campanili
y el Palazzo Ducale rivalizaban entre
ellos pero conformando a la vez un conjunto armónico y único. Todavía no había
mucha gente en la plaza y las palomas esperaban impacientes el desayuno que les
servirían en pocos momentos cientos de turistas.
Caminaron hasta la laguna, quizás
buscando las aguas abiertas, menos espesas y fétidas que las de los canales, deleitándose
con la fría brisa que soplaba desde la laguna. Atracadas en el embarcadero,
docenas de góndolas permanecía a la espera de comenzar su rutinaria jornada.
Sin decir palabra, volvieron
sobre sus pasos y se dirigieron directamente a los arcos porticados de la Piazza. Allí los esperaba la calidez de
las salas del Café Florian para disfrutar de un delicioso café espresso.
- Si tuvieras que decirme porqué
te gusta Venecia, ¿qué dirías? –le preguntó de pronto Norte mientras sonreía por el trato seco e indiferente del camarero que los acababa de servir.
Francesca se quedó un instante
pensativa, como intentando buscar las palabras adecuadas para calificar la ciudad
de la que estaba enamorada.
- ¿Sabes?, creo que Venecia es el lugar donde el tiempo se detiene.
¡Muy bueno!
ResponderEliminarMuchas gracias por comentar!
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ResponderEliminar¡Qué evocadora descripción de Venecia! Capturas perfectamente la magia y el misterio de esta ciudad encantadora. 🌉✨